Veintiuno.

Costumbres que matan, podría decirse. Sonrisas que ocultan verdades. Sentimientos restringidos, y otros fingidos. Palabras, simples palabras, con una carga emocional que superaba el de cualquier historia. Que con cada silencio, un poco de dolor, un poco de sangre.
De tez pálida, manos pequeñas y ojos hundidos. De eso trataba su vida, de contar detalles. Y de encontrarlos en el rincón más remoto de la casa más alejada del pueblo fantasma. De encontrar una pizca de energía en su cuerpo, inerte en el suelo, frío como el hielo. Un cuerpo ya destruido por el hambre, una mente ya en ruinas por el vacío.
"- ¿No te has dado cuenta? Las casas abandonadas se llenan de polvo y acaban derrumbándose. Podría decirse que soy una de esas casas, que estoy abandonada, sola. Con el corazón desierto".
Y una lágrima. Y después otra, acompañada de un sollozo. Que el suelo es demasiado blanco para tanto negro, y llenarlo de llantos no va a ayudar a que se oscurezca, y que una vida en solitario duele más que una vida llena de traidores, ¿y ella? ¿Y su vida? ¿Y los años perdidos dónde han ido a parar? A ese universo paralelo en el que el suelo es de color negro y ella blanca, en el que no son lágrimas, son risas. En el que no se mata el tiempo, se crea.
Ojos rotos, tan oscuros como el carbón, pequeños, hundidos. Boca rojiza y descubierta. Agua en el piso. Existencia perdida entre la luna y el ocaso, existencia que se unía a las estrellas.

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