Reviven las lágrimas.

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Y se la encuentra, delante de su casa, ligera de ropa y con el viento helado recorriendo su piel. Mirando la luna con ojos cristalinos. Está perdida, y ambos lo saben. Pero esa noche no se acerca, quiere que llore, que su alma expulse todo el peso de más que lleva. Porque sabe que lo necesita. Llorar. Sabe que necesita que limpie su mente. ¿Quién mejor compañía que sus cascos, sus lágrimas y su mágica luna?
Quiere correr y abrazarla, decirle que todo está bien, que deje de llorar, que está con ella, que no va a dejar de estarlo nunca, y no lo hace.
Ella se cura sola, pero necesita tiempo. Ella se hace la fuerte, pero también se hunde. Ella ayuda y no quiere que la ayuden, pero lo necesita a veces. Ella quiere la soledad, pero no puede estar sola. Ella se hiere a sí misma esperando una noche como esta, cuando su astro favorito está en lo más alto, iluminando todo el horizonte. Dejando a la altura del betún todas las estrellas del firmamento. La necesita para arreglar los daños.
—¿Sabes por qué no dejo que me cures las heridas? —preguntó ella.
—¿Por qué?
—Porque con cada gota de sangre derramada, me hago un poco más fuerte. O por lo menos, aparento que soy un poco más fuerte.
Se quedó callado, esperando una explicación que nunca llegó.
—¿Sabes por qué nada me hace daño?
—¿Por qué? —parecía ser lo único que diría en toda la noche.
—Porque soy fuerte, porque he sangrado mucho. Muchísimo. ¿Pero sabes otra cosa?
—¿Qué?
—Incluso los fuertes se cansan. Mi cuerpo no puede con más problemas. Ni si quiera yo soy capaz de curarme ahora.
—¿Por qué no dejas que te ayude? Solo un poco.
—Porque no serías capaz. Estoy perdida.
"¿Vienes a buscarme?" quiso decir, pero no pudo.
—Entonces, tendré que ir a buscarte
—Entonces, buena suerte.
Y volvió a encerrarse, en su guarida. En su pequeña habitación de cicatrices. En el único lugar que la acogía. Se encerró en sí misma, de nuevo.