Dieciocho.


Pasea sus pies descalzos por el blanco pasillo. Está esperando la sentencia. Los nervios se han hecho visibles en sus uñas, mordisqueadas, desgastadas y amarillentas. Se rasca la cabeza rápidamente y vuelve a atacar a sus manos. Desliza los dedos por sus brazos, acariciándose a sí misma, rozando los surcos, sintiendo el antiguo dolor que ahí estuvo. Aun habiendo pasado algún mes, aquellas marcas no han desaparecido, y está casi segura de que no lo harán. Tampoco le importa, no en ese momento.
El tiempo acaba con su poca paciencia. ¿Cuánto ha pasado ya? ¿Quince minutos? Parecen horas. Y no salen. No sale nadie de la habitación. No podía ser una decisión difícil, es más, la decisión ya debería estar tomada de hace tiempo. ¿Entonces qué hacen? No puede evitar formular preguntas retóricas continuamente. No hay nada que pueda hacer que se calme. Se trata de su libertad, a cambio de su salud mental. Ya ni si quiera sabe qué prefiere. Ya no sabe si quiere la libertad o la felicidad. Ambas no están permitidas. Encerrada y feliz, o “libre” y… ¿Y qué? Nunca será libre. No mientras las voces no cesen, y nunca lo hacen. Quizás lo mejor para ella es quedarse allí, en el loquero, dejar de hacer daño a su familia. Ellos solo quieren que deje de dar problemas, y ella solo hace más y más daño.
Las paredes son tan blancas que reflejan perfectamente la luz, eso es algo mortífero para ella. El dolor de cabeza se acentúa, ahí, en el centro.
Salen. El señor de la bata blanca lleva una carpeta en las manos. Aparecen dos personas más, personas a las que ella conoce, desde siempre, pero a las que no puede considerar padres. Los padres no encierran a sus hijos, no les rechazan. El señor se acerca a ella, con una sonrisa calmada. Intenta contener las ganas de gritar, de correr y de llorar. Intenta evitar mostrar ningún sentimiento. Lo de siempre.
Le invita a entrar en la sala. Se sienta en esa silla marrón café que tantas veces ha visto. Con los ojos detrás de los cristales, el hombre observa detenidamente sus brazos. No dejan que vaya con mangas largas, prefieren tenerla controlada.
— ¿Qué tal esta semana? —empieza él.
— Ve al grano.
— ¿Perdona? —se sorprende.
— No te interesa una puta mierda mi vida. Solo quiero saber si vais a encerrarme. ¿Queréis que sea feliz, que me cure? Entonces alejaos de mi. No quiero que nadie me ayude. Estoy bien tal y como vivo. No quiero que segundas personas me encierren. Habitaciones vacías y blancas, ejercicios estúpidos. No vais a hacer que cambie. ¿A caso te ha servido de algo estar viéndome durante semanas? No. ¿Y sabes por qué? Porque no quiero que lo hagáis. Estoy muy a gusto en mi misma.
— Creo que te estás equivocando. No es nada de lo que estás diciendo, queremos ayudarte, y, en el fondo, tú también quieres ser ayudada.
— El psicólogo sabelotodo se cree que me conoce. ¿De verdad queréis encerrarme? ¿Para qué? Ando encerrada desde hace años, no necesito que nadie más me quite mi libertad, para eso ya estoy yo.
— Tendremos que hacerlo a la fuerza. Tus padres están de acuerdo.
— Yo no.
— Lo siento, pero lo necesitas.
— No. Pero dime una cosa, ¿qué se supone que he hecho para que me metan en una cárcel? Porque no tiene otro nombre. Un loquero es una cárcel. ¿Qué he hecho? ¿Atentar contra mi vida? No hay ninguna ley que prohíba el hacerse daño a uno mismo. Hay gente que hace daño psicológico a los demás y eso no está penado, ¿por qué yo tengo que sufrir eso? No he hecho nada.
— No es una cárcel, es un lugar en el qu… —le corta. Se ha armado de valor para decir todo eso, y ahora no se va a callar. No se va a callar nada.
— Eso es lo que quieres que me crea.
Silencio. Las luces se encienden y ella abre los ojos. ¿Un sueño? ¿Una premonición? Quizás. Pero nada de eso ha pasado. O quizás sí. Se despierta en una litera. Esa no es su cama. Sí está encerrada. Ha sido un recuerdo. 

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