Rutina destructiva.



Se levanta, ya ni si quiera se mira al espejo. No quiere encontrarse con esas malditas ojeras. No son de no dormir, sino de llorar. De acostarse llorando. Todas las noches la misma historia.
Su cuerpo no responde bien, ya. Demasiadas lágrimas derramadas, demasiada sangre. Todo el cansancio de una vida larga y plena se le venía encima, convertido en problemas. Todo lo que ya había pasado y pensaba que no volvería a pasar, florecía de nuevo. O más bien, se marchitaba de nuevo, porque unos sentimientos tan profundos de vacío no podían crear vida, solo destruirla. Volvía a estar en lo más hondo, y volvía a sentirse acogida por ese frío, húmedo y oscuro lugar. Incluso se sentía cómoda con las alas rotas, y la presencia de las sombras se le hacía cada vez más amena.
Solo había un punto de luz en aquella celda. Él. Él hacía que aún le tuviera apego a la vida, porque sabía que le hacía daño con todo eso. Y eso es lo que menos deseaba. Aún así, no dejaba de pensar en lo afilado de la cuchilla, el atractivo del borde del precipicio y el sabor de los fármacos. Tampoco se olvidaba de la textura y la dureza de la soga, ni del punzante sabor a muerte que volvía a su boca todas las noches.
Pero él la alejaba de todo eso, incluso sin decirlo. Solo estando ahí, sin estar presente. Porque ella sabía que lo estaba. Siempre lo estaba. Incluso sin soltar una palabra de desaprobación, sin permitirse decir un solo “me estás haciendo daño”, sin quejarse ni un ápice, la chica de las cicatrices sabía perfectamente que era el que más sufría con todo aquello.
Y ahí estaba, en el suelo del baño, con la mirada perdida, con la sangre recorriéndole los dedos, fluyendo, llena de vida. Pero ella no se sentía así. Ya nunca lo sentía, ni si quiera haciéndose daño. Ni físico, ni mental. Ya no sentía nada.
Inseguridad, desorden, vacío.  Eso sí que lo sentía. Todos los días desde que ocurrió aquello. Desde que dejó de sentirse querida. Desde que ni si quiera su cuarto era seguro, desde que ya no pertenecía a esa casa. Aquella casa dejó de ser segura hacía meses, pero entonces, más.
Su casa, su instituto, su calle, su barrio, su pueblo, su ciudad, su país. Todo ahora era inseguro. No estaba a gusto en ninguna parte.
¿Y qué más daba? Ella ya solo formaba parte de los restos. Ya no era quién para decidir, ya no tomaba el control sobre sí misma. Ya no era ella. ¿Pero cuándo lo había sido? Quizás la felicidad que experimentaba hacía unos días era solo ficticia, quizás nunca fue feliz. Bueno… Ya no importaba. Ya nada importaba. Y mucho menos, la chica de las cicatrices.

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